En Aracataca surgen los fantasmas literarios de Úrsula Iguarán o Remedios la Bella
La carretera que va desde el mar Caribe hacia Aracataca es una cinta plana con leves ondulaciones. Detrás quedan los manglares de Ciénaga Grande, uno de los lugares más cálidos, con sus pescadores de pargo y róbalo, sus casas sobre pilotes de madera y los palafitos de los pueblos lacustres, donde la vida parece algo que se debe luchar a pleno sol, entre la sal del mar y la rudeza del paisaje.
La antigua Zona Bananera aparece a los dos lados de la carretera llenando de verde el horizonte, pero el banano ya no es el gran producto de la región, lo que no impide que todo el mundo recuerde la famosa “masacre de las bananeras”, cuando el Ejército de Colombia disparó contra 3.000 huelguistas —allá por 1928— para proteger los intereses de la United Fruit Company, una de las empresas norteamericanas por las cuales al país, en Estados Unidos, le decían despectivamente república bananera. La United Fruit Company cambió de nombre y ahora se llama Chiquita Brands Company.
Hoy el gran cultivo de la región es la palma africana, de la que se extrae aceite. Es el nuevo producto de exportación, y por eso el paisaje ha cambiado. En lugar de las hojas rectangulares y verdes del banano, se ven los espigados troncos de las palmas y sus hojas verde oscuro abiertas en elipse.
En la alcaldía conozco a Rafael Darío Jiménez, poeta de Aracataca de origen guajiro, director de la Fundación Casa Museo de Gabriel García Márquez. Con él volvemos a salir al sol homicida del mediodía y caminamos unas pocas cuadras, hasta la avenida de Monseñor Espejo y la esquina con la calle de Nariño.
Ahí, sobre el costado izquierdo, está la casa.
Según dice García Márquez en sus memorias, el disparador de su obra literaria fue cuando acompañó a su madre a vender esa casa. La familia ya vivía en Barranquilla, y para el joven Gabriel, que había sido criado en ella por los abuelos, volver a ver esos muros y el techo de zinc y el patio con un gigantesco ficus era como entrar a un territorio neblinoso que solo podía ser recuperado a través de la escritura. Hoy la casa tiene en su fachada una reproducción del momento en que el rey Gustavo de Suecia le otorga a Gabo el Premio Nobel. En la terraza hay también una gigantesca mariposa amarilla en honor de Mauricio Babilonia.
En el living hay varias mesas con fotografías antiguas de la familia, un par de viejas ediciones de Cien años de soledad y un árbol genealógico. En la habitación de al lado, que debía corresponder al salón-comedor, Rafael tiene expuestos los amarillentos recortes de prensa que ha ido guardando durante años en una maleta. En ellos se ven imágenes de García Márquez y de los escritores de su generación. Al fondo está el patio y una segunda construcción de madera, con los dormitorios, y el célebre ficus, el árbol de sombra por excelencia, acompañado de árboles de castaño. En el patio está también la cabaña donde dormía el servicio, que en la época de Gabo era una familia de indígenas wayuu proveniente de La Guajira. Por cierto que, según Rafael, la inspiradora de Remedios la Bella era la hija menor de esa familia. Por lo demás, la casa está vacía y es necesario poblarla con la imaginación. Intentar, observando esas paredes desnudas, escuchar los ecos antiguos, la algarabía de una familia o de una estirpe que estuvo condenada a cien años de soledad, pero que tuvo, gracias a la literatura, una segunda oportunidad sobre la tierra.
Al atardecer, el pueblo vuelve a animarse. El calor se ha ido y la gente sale a la calle. Pero a pesar del aire cosmopolita que le dan sus sectores, el barrio Italiano, el barrio Español, el barrio Turco, Aracataca es un pueblo pequeño y algo triste, y bastante empobrecido por la crisis. Esa es la imagen que va quedando atrás cuando regresamos a la carretera. Casas de cemento, niños sin camisa, mujeres prematuramente envejecidas.
La antigua Zona Bananera aparece a los dos lados de la carretera llenando de verde el horizonte, pero el banano ya no es el gran producto de la región, lo que no impide que todo el mundo recuerde la famosa “masacre de las bananeras”, cuando el Ejército de Colombia disparó contra 3.000 huelguistas —allá por 1928— para proteger los intereses de la United Fruit Company, una de las empresas norteamericanas por las cuales al país, en Estados Unidos, le decían despectivamente república bananera. La United Fruit Company cambió de nombre y ahora se llama Chiquita Brands Company.
Hoy el gran cultivo de la región es la palma africana, de la que se extrae aceite. Es el nuevo producto de exportación, y por eso el paisaje ha cambiado. En lugar de las hojas rectangulares y verdes del banano, se ven los espigados troncos de las palmas y sus hojas verde oscuro abiertas en elipse.
01 Aracataca
Más adelante llegamos al desvío que lleva a Aracataca (unos 35.000 habitantes), y luego la carretera se convierte en una amplia avenida de entrada calcinada por el calor, pero con árboles de sombra a los lados. Avanzamos hasta la plaza principal y allí nos detenemos, delante de una vieja casa con techos de zinc. La plaza central de Aracataca tiene almendros y ficus. Los niños juegan al balón y la gente está sentada en las tiendas que la circundan. Es mediodía, la hora de más calor. Del centro de la plaza veo venir a una viejita con una sombrilla y me digo: “Podría ser Úrsula Iguarán”. En la tienda de la esquina empiezo a ver las primeras referencias al mundo de García Márquez, pues un cuadro mural en el que se ve una casa azotada por un furioso vendaval lleva como título Tormenta en Macondo. Luego, un microbús aparece en la esquina de la plaza y se detiene. Varias personas descienden de él con maletines. Sobre la puerta del vehículo está escrito: Línea Nobel. Claro, Aracataca es la ciudad del Nobel. Le pregunto al dueño de la tienda de refrescos si conoce a García Márquez y me dice que no; “él nunca viene por aquí”, agrega.En la alcaldía conozco a Rafael Darío Jiménez, poeta de Aracataca de origen guajiro, director de la Fundación Casa Museo de Gabriel García Márquez. Con él volvemos a salir al sol homicida del mediodía y caminamos unas pocas cuadras, hasta la avenida de Monseñor Espejo y la esquina con la calle de Nariño.
Ahí, sobre el costado izquierdo, está la casa.
Según dice García Márquez en sus memorias, el disparador de su obra literaria fue cuando acompañó a su madre a vender esa casa. La familia ya vivía en Barranquilla, y para el joven Gabriel, que había sido criado en ella por los abuelos, volver a ver esos muros y el techo de zinc y el patio con un gigantesco ficus era como entrar a un territorio neblinoso que solo podía ser recuperado a través de la escritura. Hoy la casa tiene en su fachada una reproducción del momento en que el rey Gustavo de Suecia le otorga a Gabo el Premio Nobel. En la terraza hay también una gigantesca mariposa amarilla en honor de Mauricio Babilonia.
En el living hay varias mesas con fotografías antiguas de la familia, un par de viejas ediciones de Cien años de soledad y un árbol genealógico. En la habitación de al lado, que debía corresponder al salón-comedor, Rafael tiene expuestos los amarillentos recortes de prensa que ha ido guardando durante años en una maleta. En ellos se ven imágenes de García Márquez y de los escritores de su generación. Al fondo está el patio y una segunda construcción de madera, con los dormitorios, y el célebre ficus, el árbol de sombra por excelencia, acompañado de árboles de castaño. En el patio está también la cabaña donde dormía el servicio, que en la época de Gabo era una familia de indígenas wayuu proveniente de La Guajira. Por cierto que, según Rafael, la inspiradora de Remedios la Bella era la hija menor de esa familia. Por lo demás, la casa está vacía y es necesario poblarla con la imaginación. Intentar, observando esas paredes desnudas, escuchar los ecos antiguos, la algarabía de una familia o de una estirpe que estuvo condenada a cien años de soledad, pero que tuvo, gracias a la literatura, una segunda oportunidad sobre la tierra.
Al atardecer, el pueblo vuelve a animarse. El calor se ha ido y la gente sale a la calle. Pero a pesar del aire cosmopolita que le dan sus sectores, el barrio Italiano, el barrio Español, el barrio Turco, Aracataca es un pueblo pequeño y algo triste, y bastante empobrecido por la crisis. Esa es la imagen que va quedando atrás cuando regresamos a la carretera. Casas de cemento, niños sin camisa, mujeres prematuramente envejecidas.